Donde las estatuas se perfilan
I
Sólo sé que he matado a Mojo y que su cadáver, tumbado en el piso ante los pies de Hades, está envuelto en celofán negro. Sé que está muerto y, sin embargo, a veces cuando llueve, escucho que respira; como si su corazón continuara latiendo y del celofán negro aun goteara el sudor putrefacto de su cuerpo. Solo estamos Mojo y yo. En las esquinas, las estatuas siempre silenciosas nos miran ateridas. Y así, en la noche, los ventanales dejan de incendiarse; y, poco a poco, llega una obscuridad muda y fría, como si el pavimento en las paredes y en el piso nos devolviera algún fantasma del pasado. Ese silencio es como una pálida laxitud, una ceguera lastimosa y polvorienta. Aun, prefiero esta ceguera temporal, a sentir las estatuas que me miran, porque las estatuas nunca dejan de mirarme; porque me desgarra presentir que los dones que ostentan, admirables dones, perfilan la penumbra inquisidora de las noches… de las noches, si, y también de los días que se incendian uno a uno.
Aun, el amanecer no suele ser tan malo: complacerse con la belleza de Afrodita, en al esquina izquierda; y, siempre que se evada la mirada de Atenea, a la derecha, creer que el mundo es divinidad en su estado puro y olvidar que existe la filosofía. Creer que todo está hecho de luz, como quisiera poder deciros. Pero Atenea siempre te mira, y aunque no lo hiciera; en el fondo, sabrías. Habría preguntas ¿Por qué he matado a Mojo?¿Por qué ahora estoy encarcelado entre mis propias decisiones? Y ni siquiera en la noche, el pálido esbozo de los recuerdos, como un pálpito constante, escondería todas las dudas. Es que los dioses no perdonan. Ni aman. Por eso nos quitan la luz, y apagan la habitación y devuelven el cuerpo de Mojo de entre las sombras.
Y cuando cae el atardecer me encuentro con el Hades, avivado por el encarnado ardor del sol poniente, con el cuerpo de Mojo siempre pulsante y convulso a sus pies, como si viviera. Peor aún, encontrarse con la cuarta estatua encapuchada. Y ver a Mojo que tiembla, aun después de muerto y de que le mataran, y al Hades que sonríe, que sonríe, sonríe y patea a Mojo, con cuidado, como manteniéndolo vivo para que yo pueda seguirle viendo. No se si estoy loco. Pero si no lo estoy, entonces ¿qué hago aquí? A fin de cuentas, las estatuas no deberían moverse. Un muerto no debería moverse. Un vivo no debería encerrarse en un sótano ensombrecido y turbio. Un muerto no debería asustar a un vivo. Pero Mojo sigue temblando, yo sigo temblando; el Hades patea y ríe, patea y ríe. Patea, me mira y ríe.
II
He dejado el mundo libre; ahora sólo cargar con el pecado carnal en la espalda, o más precisamente, en una bolsa negra de desechos llena de carne podrida. Es racional, yo sé, que los dioses me rechacen, porque he allanado su santuario y porque he traído un cadáver que les recuerda que ellos son también culpables, pues lo son a pesar de su perfección. Es innegable, así supongo, que los dioses fallaron alguna vez y que por ello nos juzgan. Y a pesar de ello, por alguna razón desconocida, los adoramos. ¿Será su porte majestuoso venido del Olimpo? ¿será la postura inquisidora de sus piernas? Porque los dioses tienen fuertes piernas majestuosas ¿o será una providencia interior, una sabiduría, que nos aterroriza?
Y sin embargo, también hay algo en ellos que es humano, en el fondo: sus brazos, que abrazan como abrazan los de los hombres, sus miedos que son miedos de hombres, sus culpas que son culpas de hombres. Y es por ello que nos devuelven el pecado (ese es su sentido) y es por ello que envidiamos la paloma en su pecho y es por ello que cuando me miran, fijamente, desde las esquinas, me pesa el corazón putrefacto, siempre un poco más. Al final, es alguien como yo quien me juzga, alguien que no podría comprenderme y solo juzga y juzga soberanamente; a la final, los hombres nos dimos nuestra propia culpa, nosotros creamos nuestros dioses.
Y pasan días y días y noches calmas y días terribles y tardes y atardeceres terroríficos bajo la sombra de la inteligencia y la belleza, desde donde sólo se ve el mal y lo desconocido. Y bajo la sombra proyectada del recuerdo borroso, se critican las propias culpas al contemplarlas bajo el cariz de un día atroz que no se borra, que no se olvida; pues la memoria es el artefacto de los dioses para atormentarnos.
Así, yo me arrastro devastado por el suelo, con la vista gacha, me arrastro para abrazar a Mojo que sigue retorciéndose y pedirle perdón, pues la obscuridad de los dioses es inaguantable, y pedirle perdón por haberlo traído hasta aquí cargado sobre mi lomo animal. Porque la carne es el instrumento de los dioses para atormentarnos. Y pedirle… no! implorarle que se marche y que me olvide.
Y llego a Mojo, para halar el celofán negro que se retuerce y, con mueca de resucitado, le pido perdón una y otra vez; le halo y le pido perdón. Le tomo entre los brazos y le destapo, lentamente, para ver que queda de mi muerto. Pero no, no encuentro nada. El pecado envuelto en la negrura del celofán no existe, nunca ha existido. Mojo, a quien yo creí haber matado, el muerto; no está porque nunca ha estado. Por un segundo, callado, veo como toda mi memoria se retuerce; veo la estatua encapuchada que rápidamente se perfila; contemplo mi rostro en ella y el grabado, en el busto y en la piedra, que reluce en letras claras, el nombre de Apolo.
El reflejo de una estatua congelada.