lunes, 28 de marzo de 2011

Microcuentos varios


Leviatán por J. D.





No aguanto más el calor. Mi cuerpo se has sumergido en sudor y las paredes se han vuelto escamosas por la saturación acuosa del aire. Estiro mi mano y encuentro una textura pegajosa y movediza. Maldita humedad. Mi respiración jadeante llena el salón. Los adjetivos escurridizos repletan la casa. Pongo mi pie sobre el suelo y detecto veinte centímetros de agua sobre la baldosa y subiendo. Vuelvo a palpar los muros y escucho un rugido. El pastoso contorno de mi nuevo compañero avanza por la casa.


Una compra ideal por J.D.

La contraportada prometía una gran historia. No se equivocaba y solo abrirlo, se vio sumido entre pasajes tanto inolvidables como inhóspitos. Seguía el romance, la pasión, un desenlace preciso, e impactante en su desgarro con el mundo. En realidad, no pudo contener las lagrimas al despedirse de estos héroes amados e irremplazables, compañeros, sin duda. Pronto comprendió: no existía, en todo el mundo, placer tan completo como leer su propio libro.


El olvido  por J.D.

Supo que el temblor estaba próximo y rápidamente salvó el dinero, las joyas y las cenizas de su madre. A trote llegó al jardín central y observó, con irremediable pasión, la caída de los muros; escuchó el tronar de la piedra. Los daños no eran irreparables y casi todo estaba salvado.
Nunca recordaría que dentro había dejado a la niña.


La muñeca de trapo   por J.D.

A pesar que Jorge no me haya mentido nunca, ahora me cuesta creerle que su hija siga viva. El que aparezca después de tantos años de evaporación no es tan solo desconcertante sino imposible. Ella misma juró antes de irse no perdonar nunca a su padre por amarla más que a su madre.
Sin embargo, hace días que una sonrisa se ha instalado en el rostro de jorge invitándome a un reencuentro. Nadie sabe, como él, que yo la amé. Pero eso ha quedado en el pasado. En el presente, a cambio, estoy temblando frente al portal de su casa, tiritando ante la sola idea de volverla a ver.
El coraje finalmente me invade y, ardiente de valor, golpeo la puerta. Cuando Jorge me incita a pasar, el recuerdo de haber degollado a su pequeña princesa, hace ya tantos años, casi se ha esfumado.
 

 


 


Las brujas de Milgram


Las Brujas de Milgram  por J.D.


Todo, a la larga, se reduce a la nada. El no poder-nada. El no saber-nada. El no olvidar-nada. Todas las voces se proyectan como insoportables sombras superpuestas; una y otra vez, la nada del todo se desmorona. Decir-todo, recodar-todo, callar-todo en el fondo. Una suerte de sombras que se oscurecen y se achatan, que se encuentran y se silencian. No se olvida-nada-todo; solo la totalidad, la nada, nos juzgará.
La insoportable vacuidad de la cueva me asecha. La sombra leve que se proyecta desde el poblado de Milgram, de donde los habitantes me echaron. Antes quemaban a las brujas, ahora han progresado y las destierran. No hay tierra para una bruja, solo la reseca cueva y la obsesión con el poblado de Milgram.
Nos echan porque las brujas nunca decimos nada. Callamos mordaz y adecuadamente. Nos detestan por ello; el silencio les desespera. Un mundanal murmullo resuena siempre en Milgram en donde nadie calla, todos se imponen, alguien entra y exclama algo como “yo soy un hombre de palabra” o agita la cabeza en señal degradante y, al intentar traspasar la fila y llegar a la barra, se detiene y suspira y choca con otros hombres atroces que intentan lo mismo. Alguien te saludaría en la calle con un pragmático sacudón de manos y te impondría una opinión, religiosa seguramente, callaría e inmediatamente sellaría su oídos a una respuesta.
Alguien dijo alguna vez que todo debía ser así. Desde entonces, a las brujas nos dan una máscara; debemos usarla para entrar al pueblo. También, un paseo metódico distinguiría a una bruja, los milgramianos caminan más bien como quien tropieza con todo a su alrededor y que a todo lo empuja. La bruja camina pausada. Todos pretenden ser inteligentes y denigrar a la bruja por dejarse caer en el momento preciso y no lucir esplendorosamente arriesgado y sagaz. La falsa inteligencia es el mayor don de un milgramiano; la verdadera es el pecado más impío. Galia la diosa de los milgramianos así lo dice y todos lo recuerdan.
Todo empezó con el Alcaide. Un día caluroso saludaba a mi padre y me miró presuntuoso. Me dijo si no sabía que él era el Alcaide y que debía saludarlo; le respondí que lo sabía. Me dijo si no sabía que esa respuesta era riesgosa y que debía mantener mis palabras puras y sabías; le dije que lo sabía. Me pregunto si acaso yo sabía todo y le dije que no sabía. Me miró y sacó una mascara blanca. Sois la bruja número veinte y tres- me dijo; lo sé- le respondí.
Llegué a la cueva donde había ningún otro número, ninguna otra bruja. Lo comprendí todo, me quité la máscara y busqué al alcaide. Me miró presuntuoso y me dijo si entendía; le dije que entendía. Dijo que debía pasear como bruja, a veces, para mantener el mito; le dije que aceptaba. Dijo que la misión de todos quienes somos brujas es mantener en alto el nombre de Galia; le dije que comprendía. Dijo que todo fuera por el bien de Milgram; dije que era lo correcto.
Me miró. Usted es acaso la única bruja verdadera que he conocido- me dijo estremeciéndose. Lo sé - le respondí. Me devolvió bruscamente la máscara.

Me retiraba, aceptando mi destino, con un paso pausado; poco antes, me volteé ligeramente y le dije tratando de verlo:
Sabe; ni usted ni yo hemos dicho nunca nada. Y caí por el precipicio.