domingo, 30 de octubre de 2011

Donde las estatuas se perfilan


Donde las estatuas se perfilan


I

Sólo sé que he matado a Mojo y que su cadáver, tumbado en el piso ante los pies de Hades, está envuelto en celofán negro. Sé que está muerto y, sin embargo, a veces cuando llueve, escucho que respira; como si su corazón continuara latiendo y del celofán negro aun goteara el sudor putrefacto de su cuerpo. Solo estamos Mojo y yo. En las esquinas, las estatuas siempre silenciosas nos miran ateridas. Y así, en la noche, los ventanales dejan de incendiarse; y, poco a poco, llega una obscuridad muda y fría, como si el pavimento en las paredes y en el piso nos devolviera algún fantasma del pasado. Ese silencio es como una pálida laxitud, una ceguera lastimosa y polvorienta. Aun, prefiero esta ceguera temporal, a sentir las estatuas que me miran, porque las estatuas nunca dejan de mirarme; porque me desgarra presentir que los dones que ostentan, admirables dones, perfilan la penumbra inquisidora de las noches… de las noches, si, y también de los días que se incendian uno a uno.
Aun, el amanecer no suele ser tan malo: complacerse con la belleza de Afrodita, en al esquina izquierda; y, siempre que se evada la mirada de Atenea, a la derecha, creer que el mundo es divinidad en su estado puro y olvidar que existe la filosofía. Creer que todo está hecho de luz, como  quisiera poder deciros. Pero Atenea siempre te mira, y aunque no lo hiciera; en el fondo, sabrías. Habría preguntas ¿Por qué he matado a Mojo?¿Por qué ahora estoy encarcelado entre mis propias decisiones? Y ni siquiera en la noche, el pálido esbozo de los recuerdos, como un pálpito constante, escondería todas las dudas. Es que los dioses no perdonan. Ni aman. Por eso nos quitan la luz, y apagan la habitación y devuelven el cuerpo de Mojo de entre las sombras.
Y cuando cae el atardecer me encuentro con el Hades, avivado por el encarnado ardor del sol poniente, con el cuerpo de Mojo siempre pulsante y convulso a sus pies, como si viviera. Peor aún, encontrarse con la cuarta estatua encapuchada. Y ver a Mojo que tiembla, aun después de muerto y de que le mataran, y al Hades que sonríe, que sonríe, sonríe y patea a Mojo, con cuidado, como manteniéndolo vivo para que yo pueda seguirle viendo. No se si estoy loco. Pero si no lo estoy, entonces ¿qué hago aquí? A fin de cuentas, las estatuas no deberían moverse. Un muerto no debería moverse. Un vivo no debería encerrarse en un sótano ensombrecido y turbio. Un muerto no debería asustar a un vivo. Pero Mojo sigue temblando, yo sigo temblando; el Hades patea y ríe, patea y ríe. Patea, me mira y ríe.



II

He dejado el mundo libre; ahora sólo cargar con el pecado carnal en la espalda, o más precisamente, en una bolsa negra de desechos llena de carne podrida. Es racional, yo sé, que los dioses me rechacen, porque he allanado su santuario y porque he traído un cadáver que les recuerda que ellos son también culpables, pues lo son a pesar de su perfección. Es innegable, así supongo, que los dioses fallaron alguna vez y que por ello nos juzgan. Y a pesar de ello, por alguna razón desconocida, los adoramos. ¿Será su porte majestuoso venido del Olimpo? ¿será la postura inquisidora de sus piernas? Porque los dioses tienen fuertes piernas majestuosas ¿o será una providencia interior, una sabiduría, que nos aterroriza?
Y sin embargo, también hay algo en ellos que es humano, en el fondo: sus brazos, que abrazan como abrazan los de los hombres, sus miedos que son miedos de hombres, sus culpas que son culpas de hombres. Y es por ello que nos devuelven el pecado (ese es su sentido) y es por ello que envidiamos la paloma en su pecho y es por ello que cuando me miran, fijamente, desde las esquinas, me pesa el corazón putrefacto, siempre un poco más. Al final, es alguien como yo quien me juzga, alguien que no podría comprenderme y solo juzga y juzga soberanamente; a la final, los hombres nos dimos nuestra propia culpa, nosotros creamos nuestros dioses.

Y pasan días y días y noches calmas y días terribles y tardes y atardeceres terroríficos bajo la sombra de la inteligencia y la belleza, desde donde sólo se ve el mal y lo desconocido. Y bajo la sombra proyectada del recuerdo borroso, se critican las propias culpas al contemplarlas bajo el cariz de un día atroz que no se borra, que no se olvida; pues la memoria es el artefacto de los dioses para atormentarnos.
Así, yo me arrastro devastado por el suelo, con la vista gacha, me arrastro para abrazar a Mojo que sigue retorciéndose y pedirle perdón, pues la obscuridad de los dioses es inaguantable, y pedirle perdón por haberlo traído hasta aquí cargado sobre mi lomo animal. Porque la carne es el instrumento de los dioses para atormentarnos. Y pedirle… no! implorarle que se marche y que me olvide.
Y llego a Mojo, para halar el celofán negro que se retuerce y, con mueca de resucitado, le pido perdón una y otra vez; le halo y le pido perdón. Le tomo entre los brazos y le destapo, lentamente, para ver que queda de mi muerto. Pero no, no encuentro nada. El pecado envuelto en la negrura del celofán no existe, nunca ha existido. Mojo, a quien yo creí haber matado, el muerto; no está porque nunca ha estado. Por un segundo, callado, veo como toda mi memoria se retuerce; veo la estatua encapuchada que rápidamente se perfila; contemplo mi rostro en ella y el grabado, en el busto y en la piedra, que reluce en letras claras, el nombre de Apolo.


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El reflejo de una estatua congelada.

martes, 3 de mayo de 2011

La retórica de Edgardo

La retórica de Edgardo por J.D.

Con Edgardo la cárcel era un lugar inagotable. Porque a su lado todo podía parecer un eterno infinito, porque todo lo que el dijera sería siempre inentendible, porque todo lo que escupía, como por castigo divino se colaba deliciosamente en mi oído. Y es que estar confinado con un reo como Edgardo era como no estar condenado en lo absoluto, y aunque, la última vez, lo vi caminando hacia el patíbulo, es como si hubiera elegido recordarle el de siempre, sin el cansino rostro de muerto o el silencio que mantuvo hasta el final. No, nunca le conocí de verdad; al menos, eso sospecho. Y es que aunque le tuve en la misma celda cuatro años, aunque mañana a noche y noche a mañana le escuchaba eso suyo que parecía un eterno monólogo, nada de lo que dijo pude haberlo vaticinado jamás. A él lo condenaron por descuido. Edgardo mató a un hombre que merecía la muerte, lo mató porque el hombre así lo quería. La nota de suicidio no le incriminaba, pero las huellas en la pistola hablaban de otra forma. Pero los fiscales de balística son astutos, más astutos quizá que Edgardo; pero él era más inteligente que ellos y, aunque le privaron de su cuerpo, nunca encadenaron su voz. Si alguna vez he conocido a un hombre dispuesto a aceptar que se ha equivocado era Edgardo. Nunca le pregunté si se sentía culpable, por miedo seguramente. Pero en cambio, en tanto podía, mi arrogancia me obligaba a corregirle. Decirle por ejemplo “te equivocas, el autor no es Quevedo, es Góngora”; recuerdo haberle visto sonreír. Para la semana siguiente encontré el tomo que el había atribuido a Quevedo y que yo desmentí diciendo que era de Góngora. Lo encontré bajo la almohada de Edgardo y era efectivamente de Quevedo. Él no había dicho una sola palabra. Cuando le pregunté si acaso no pretendía refutarme jamás por mi arrogancia, me dijo que “todos los libros podrían pertenecer a todos los autores… Góngora podría haber escrito Los entremeses así como Quevedo pudo ser un magnífico exégeta, en las circunstancias apropiadas por supuesto”. Supuse que él no creía nada de eso, estoy seguro de que lo dijo como consolación, estoy seguro que de haber escrito poemas él los habría  firmado con mi nombre; sin embargo, Edgardo nunca habría podido llamar suyo un poema escrito por mi.
Edgardo había sido matemático, se jubiló; había sido un obstinado lector, una leve ceguera le impedía leer ahora con su antigua dedicación; había sido un hombre bueno, y un hombre desdichado le pidió que le matara. Después de todo era inevitable que el destino le condujera a amar las paradojas. Siempre fue un seguidor apasionado de Wittgenstein y mencionaba su obra Tractatus logico-philosophicus en casi cada monólogo. Solía decir que su vida era solo una paradoja que no había podido plantear correctamente. Me gustaba escucharle y creer que yo también era una ecuación mal planteada. En el fondo, creo se culpaba por su crimen, yo no lo culpo: él era un hombre bueno, yo no le malquería.
Era alemán pero había escapado de Alemania al empezar la guerra. No era, sin embargo, un judío. Dijo que el era un asesino como todos los alemanes, pero que “asesino es sólo una palabra…. no significa nada sin su contexto”. Era alemán como muchos alemanes. Había escapado de Alemania porque dentro del Holocausto su título de asesino cobraba demasiado sentido: era alemán y no quería serlo. Quizás por eso nunca llegué a conocerle. Creo que siempre estuvo asustado de que le malinterpretase; tenía miedo de los errores lingüísticos; tenía miedo a los rompecabezas. No creo que le hubiera llegado a conocer jamás, aunque él nunca hubiera muerto y yo nunca hubiera sido liberado, no habría alcanzado a comprenderlo; acaso así sería un poco más sabio. Nunca le pregunté si tenía hijos, seguramente los tuvo, seguramente no los tuvo pero fueron alemanes y el les tenía miedo; siempre tuvo miedo de ser alemán. Tampoco le pregunté si se casó alguna vez, sospecho que no. Edgardo, o Edgard en su locución original, no era un hombre romántico, era más bien parco, un poco frígido, alemán. Era también un poco caótico, calmado y frenético, sospechaba que su cabeza era en realidad una locomotora. Si algo me legó ha sido el caos, aunque en apariencia él pareciera un hombre que lo tenía todo resuelto. Él no tenía nada resuelto.  Y es que Edgardo era un prosista excelso aunque era también incapaz de llegar a una conciliación consigo mismo. Le aterrorizaba no ser un hombre bueno al final.
La última vez que le recuerdo nos despedíamos. “Adiós” me dijo Edgardo. Y me estrechó la mano. Como si no hubieran pasado cuatro años- le dije yo. Ambos sabíamos que no volveríamos a vernos hasta el patíbulo; le había prometido asistir a su muerte. También le escribí una carta, acaso varias. No respondió a ninguna. El día de su muerte no dijo nada tampoco. Aun me queda el sabor amargo cuando pienso en su silencio. Cuando pienso que su silencio se debía a que quería que nuestra última palabra fuera “Adiós”; “Adiós” sencilla e inolvidable, imposible de tragar, imposible de contestar…

miércoles, 20 de abril de 2011

El vino es una escandalosa metáfora del sexo. Y viceversa.


Blasfemias III por J.D.

En el jardín de los olivos, los guardias enardecidos y Judas, cargado de sus treinta monedas, encuentran a Cristo, tumbado y ebrio. Azorado, Judas pretende levantar a su maestro; pero éste, con una mirada de cacatúa entristecida, se niega simplemente murmurando: 
"Deja morir a éste bastardo."







Blasfemias IV por J.D

En cuanto sorbió la última gota de vino; Adán, finalmente convertido en hombre, toma la manzana de Eva mientras le dice- larguémonos de aquí - y le muestra el dedo a su Padre.



Vampiros II por J.D.

"No existe mayor tragedia, para un ser nocturno como yo, que hallares en un tren matutino mientras, bajo el sol, la cadena de mastodontes recorre millas y millas de explanada. No hay sombras. Paciente sin embargo, observo a la gente abanicarse; tomar una bebida fría, mirar el Disney Channel con obstinada concentración. El vagón se vacía lentamente y poco a poco, va atardeciendo. Al final, al quedar solo los dos, la chica morena me mira suspicaz: A caído la noche y basta sólo con pedirle una mordida."




Curioso; cuando empecé a tragarla, perdió de inmediato su sonrisa hollywoodense- comentó el vampiro.

lunes, 4 de abril de 2011

Microcuentos varios II


Hartazgos literarios por C.C.

Mi abuelo era un clásico caballero decaído, que leía el diario pausadamente y tomaba su café con un terrón de azúcar, ni muy amargo ni muy dulce, como solía decir él. El aroma debe permanecer intacto- me explicaba. En definitiva, era un hombre sentimental.
Cuando una tarde, entre la polvareda del ático, encontré su ilegible diario, supuse que se enojaría. A la mañana siguiente, tras una serie de indirectas e indiscreciones, subí nuevamente al ático. No me sorprendió escuchar pasos silenciosos detrás de mí. No me sorprendió, tampoco, que una figura encapuchada y decaída me asechara desde las cortinas. No me sorprendió siquiera que se dispusiera a atacarme y herirme seriamente. Algo que, sin embargo,  si me sorprendió; fue que, al quitarle la máscara a la figura encapuchada, no fuera mi abuelo.


Niht maere  por C.C


Me levante temprano en la mañana, levanté una toalla para así finalmente poder tomar un baño; conforme dejaba mi habitación escuché pasos detrás, siguiéndome. Aquello era imposible, ya que en el mundo solo estábamos los dos. Abrí la puerta del baño procurando que los fantasmas no me escuchasen; pero fue inevitable y se lo llevaron. Me quede solo, cerré la puerta del baño y fui a la cocina. El cajón estaba abierto, tomé un cuchillo y lo acerqué a mi garganta. La presión del cuchillo sobre mi cuello lograba que se me hiciera dificultoso respirar, presione mas, mientras el cuchillo se hacía parte de mi. Finalmente, nos convertimos en uno solo.
Y los fantasmas dejaron de existir.
 

La partida por J.D.

Para Xavier Corral

El hombre miraba sus piezas cuidadosamente. Reservaba muy pocos movimientos: quizá encerrar a su rey tras una ostentosa torre nívea o devorar un par de fichas anheladas. Sólo una suerte de indefensos peones se interponían entre los dos. Lentamente, retrocedió el alfil que estaba forzando.
Esbozaba una ligera sonrisa, todavía cuando su rey cayó silencioso. Con su última mirada abarcó a Cáncer. Se miraron honrosos como dos reyes tras una ardua partida.




La omni-impotencia de Aquiles por J.D.


Para Aquiles, el inmortal, todo estaba permitido. Atemorizar a los mas fieros leones; embaucar a los mas grandes pensadores; tomarse a las mas bellas princesas, bien fuera por su fuerza o por la destreza infinita que poseía.
Cuando le preguntamos cómo había podido perder contra una simple tortuga; el afirmó virtuoso que su moral, que su integridad le habían obligado; dijo también que no habría sido ético vencer a una joven tortuga soñadora. Cuando Zenón, sin embargo le presentó su paradoja, Aquiles quedó desplomado, mostrándonos de pleno su talón.

lunes, 28 de marzo de 2011

Microcuentos varios


Leviatán por J. D.





No aguanto más el calor. Mi cuerpo se has sumergido en sudor y las paredes se han vuelto escamosas por la saturación acuosa del aire. Estiro mi mano y encuentro una textura pegajosa y movediza. Maldita humedad. Mi respiración jadeante llena el salón. Los adjetivos escurridizos repletan la casa. Pongo mi pie sobre el suelo y detecto veinte centímetros de agua sobre la baldosa y subiendo. Vuelvo a palpar los muros y escucho un rugido. El pastoso contorno de mi nuevo compañero avanza por la casa.


Una compra ideal por J.D.

La contraportada prometía una gran historia. No se equivocaba y solo abrirlo, se vio sumido entre pasajes tanto inolvidables como inhóspitos. Seguía el romance, la pasión, un desenlace preciso, e impactante en su desgarro con el mundo. En realidad, no pudo contener las lagrimas al despedirse de estos héroes amados e irremplazables, compañeros, sin duda. Pronto comprendió: no existía, en todo el mundo, placer tan completo como leer su propio libro.


El olvido  por J.D.

Supo que el temblor estaba próximo y rápidamente salvó el dinero, las joyas y las cenizas de su madre. A trote llegó al jardín central y observó, con irremediable pasión, la caída de los muros; escuchó el tronar de la piedra. Los daños no eran irreparables y casi todo estaba salvado.
Nunca recordaría que dentro había dejado a la niña.


La muñeca de trapo   por J.D.

A pesar que Jorge no me haya mentido nunca, ahora me cuesta creerle que su hija siga viva. El que aparezca después de tantos años de evaporación no es tan solo desconcertante sino imposible. Ella misma juró antes de irse no perdonar nunca a su padre por amarla más que a su madre.
Sin embargo, hace días que una sonrisa se ha instalado en el rostro de jorge invitándome a un reencuentro. Nadie sabe, como él, que yo la amé. Pero eso ha quedado en el pasado. En el presente, a cambio, estoy temblando frente al portal de su casa, tiritando ante la sola idea de volverla a ver.
El coraje finalmente me invade y, ardiente de valor, golpeo la puerta. Cuando Jorge me incita a pasar, el recuerdo de haber degollado a su pequeña princesa, hace ya tantos años, casi se ha esfumado.
 

 


 


Las brujas de Milgram


Las Brujas de Milgram  por J.D.


Todo, a la larga, se reduce a la nada. El no poder-nada. El no saber-nada. El no olvidar-nada. Todas las voces se proyectan como insoportables sombras superpuestas; una y otra vez, la nada del todo se desmorona. Decir-todo, recodar-todo, callar-todo en el fondo. Una suerte de sombras que se oscurecen y se achatan, que se encuentran y se silencian. No se olvida-nada-todo; solo la totalidad, la nada, nos juzgará.
La insoportable vacuidad de la cueva me asecha. La sombra leve que se proyecta desde el poblado de Milgram, de donde los habitantes me echaron. Antes quemaban a las brujas, ahora han progresado y las destierran. No hay tierra para una bruja, solo la reseca cueva y la obsesión con el poblado de Milgram.
Nos echan porque las brujas nunca decimos nada. Callamos mordaz y adecuadamente. Nos detestan por ello; el silencio les desespera. Un mundanal murmullo resuena siempre en Milgram en donde nadie calla, todos se imponen, alguien entra y exclama algo como “yo soy un hombre de palabra” o agita la cabeza en señal degradante y, al intentar traspasar la fila y llegar a la barra, se detiene y suspira y choca con otros hombres atroces que intentan lo mismo. Alguien te saludaría en la calle con un pragmático sacudón de manos y te impondría una opinión, religiosa seguramente, callaría e inmediatamente sellaría su oídos a una respuesta.
Alguien dijo alguna vez que todo debía ser así. Desde entonces, a las brujas nos dan una máscara; debemos usarla para entrar al pueblo. También, un paseo metódico distinguiría a una bruja, los milgramianos caminan más bien como quien tropieza con todo a su alrededor y que a todo lo empuja. La bruja camina pausada. Todos pretenden ser inteligentes y denigrar a la bruja por dejarse caer en el momento preciso y no lucir esplendorosamente arriesgado y sagaz. La falsa inteligencia es el mayor don de un milgramiano; la verdadera es el pecado más impío. Galia la diosa de los milgramianos así lo dice y todos lo recuerdan.
Todo empezó con el Alcaide. Un día caluroso saludaba a mi padre y me miró presuntuoso. Me dijo si no sabía que él era el Alcaide y que debía saludarlo; le respondí que lo sabía. Me dijo si no sabía que esa respuesta era riesgosa y que debía mantener mis palabras puras y sabías; le dije que lo sabía. Me pregunto si acaso yo sabía todo y le dije que no sabía. Me miró y sacó una mascara blanca. Sois la bruja número veinte y tres- me dijo; lo sé- le respondí.
Llegué a la cueva donde había ningún otro número, ninguna otra bruja. Lo comprendí todo, me quité la máscara y busqué al alcaide. Me miró presuntuoso y me dijo si entendía; le dije que entendía. Dijo que debía pasear como bruja, a veces, para mantener el mito; le dije que aceptaba. Dijo que la misión de todos quienes somos brujas es mantener en alto el nombre de Galia; le dije que comprendía. Dijo que todo fuera por el bien de Milgram; dije que era lo correcto.
Me miró. Usted es acaso la única bruja verdadera que he conocido- me dijo estremeciéndose. Lo sé - le respondí. Me devolvió bruscamente la máscara.

Me retiraba, aceptando mi destino, con un paso pausado; poco antes, me volteé ligeramente y le dije tratando de verlo:
Sabe; ni usted ni yo hemos dicho nunca nada. Y caí por el precipicio.