martes, 3 de mayo de 2011

La retórica de Edgardo

La retórica de Edgardo por J.D.

Con Edgardo la cárcel era un lugar inagotable. Porque a su lado todo podía parecer un eterno infinito, porque todo lo que el dijera sería siempre inentendible, porque todo lo que escupía, como por castigo divino se colaba deliciosamente en mi oído. Y es que estar confinado con un reo como Edgardo era como no estar condenado en lo absoluto, y aunque, la última vez, lo vi caminando hacia el patíbulo, es como si hubiera elegido recordarle el de siempre, sin el cansino rostro de muerto o el silencio que mantuvo hasta el final. No, nunca le conocí de verdad; al menos, eso sospecho. Y es que aunque le tuve en la misma celda cuatro años, aunque mañana a noche y noche a mañana le escuchaba eso suyo que parecía un eterno monólogo, nada de lo que dijo pude haberlo vaticinado jamás. A él lo condenaron por descuido. Edgardo mató a un hombre que merecía la muerte, lo mató porque el hombre así lo quería. La nota de suicidio no le incriminaba, pero las huellas en la pistola hablaban de otra forma. Pero los fiscales de balística son astutos, más astutos quizá que Edgardo; pero él era más inteligente que ellos y, aunque le privaron de su cuerpo, nunca encadenaron su voz. Si alguna vez he conocido a un hombre dispuesto a aceptar que se ha equivocado era Edgardo. Nunca le pregunté si se sentía culpable, por miedo seguramente. Pero en cambio, en tanto podía, mi arrogancia me obligaba a corregirle. Decirle por ejemplo “te equivocas, el autor no es Quevedo, es Góngora”; recuerdo haberle visto sonreír. Para la semana siguiente encontré el tomo que el había atribuido a Quevedo y que yo desmentí diciendo que era de Góngora. Lo encontré bajo la almohada de Edgardo y era efectivamente de Quevedo. Él no había dicho una sola palabra. Cuando le pregunté si acaso no pretendía refutarme jamás por mi arrogancia, me dijo que “todos los libros podrían pertenecer a todos los autores… Góngora podría haber escrito Los entremeses así como Quevedo pudo ser un magnífico exégeta, en las circunstancias apropiadas por supuesto”. Supuse que él no creía nada de eso, estoy seguro de que lo dijo como consolación, estoy seguro que de haber escrito poemas él los habría  firmado con mi nombre; sin embargo, Edgardo nunca habría podido llamar suyo un poema escrito por mi.
Edgardo había sido matemático, se jubiló; había sido un obstinado lector, una leve ceguera le impedía leer ahora con su antigua dedicación; había sido un hombre bueno, y un hombre desdichado le pidió que le matara. Después de todo era inevitable que el destino le condujera a amar las paradojas. Siempre fue un seguidor apasionado de Wittgenstein y mencionaba su obra Tractatus logico-philosophicus en casi cada monólogo. Solía decir que su vida era solo una paradoja que no había podido plantear correctamente. Me gustaba escucharle y creer que yo también era una ecuación mal planteada. En el fondo, creo se culpaba por su crimen, yo no lo culpo: él era un hombre bueno, yo no le malquería.
Era alemán pero había escapado de Alemania al empezar la guerra. No era, sin embargo, un judío. Dijo que el era un asesino como todos los alemanes, pero que “asesino es sólo una palabra…. no significa nada sin su contexto”. Era alemán como muchos alemanes. Había escapado de Alemania porque dentro del Holocausto su título de asesino cobraba demasiado sentido: era alemán y no quería serlo. Quizás por eso nunca llegué a conocerle. Creo que siempre estuvo asustado de que le malinterpretase; tenía miedo de los errores lingüísticos; tenía miedo a los rompecabezas. No creo que le hubiera llegado a conocer jamás, aunque él nunca hubiera muerto y yo nunca hubiera sido liberado, no habría alcanzado a comprenderlo; acaso así sería un poco más sabio. Nunca le pregunté si tenía hijos, seguramente los tuvo, seguramente no los tuvo pero fueron alemanes y el les tenía miedo; siempre tuvo miedo de ser alemán. Tampoco le pregunté si se casó alguna vez, sospecho que no. Edgardo, o Edgard en su locución original, no era un hombre romántico, era más bien parco, un poco frígido, alemán. Era también un poco caótico, calmado y frenético, sospechaba que su cabeza era en realidad una locomotora. Si algo me legó ha sido el caos, aunque en apariencia él pareciera un hombre que lo tenía todo resuelto. Él no tenía nada resuelto.  Y es que Edgardo era un prosista excelso aunque era también incapaz de llegar a una conciliación consigo mismo. Le aterrorizaba no ser un hombre bueno al final.
La última vez que le recuerdo nos despedíamos. “Adiós” me dijo Edgardo. Y me estrechó la mano. Como si no hubieran pasado cuatro años- le dije yo. Ambos sabíamos que no volveríamos a vernos hasta el patíbulo; le había prometido asistir a su muerte. También le escribí una carta, acaso varias. No respondió a ninguna. El día de su muerte no dijo nada tampoco. Aun me queda el sabor amargo cuando pienso en su silencio. Cuando pienso que su silencio se debía a que quería que nuestra última palabra fuera “Adiós”; “Adiós” sencilla e inolvidable, imposible de tragar, imposible de contestar…

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